Dejando Atrás La Vergüenza

par Tony Moore

 

Crecí en una familia cristiana estrechamente unida.  No cabe la menor duda de que mis padres me amaban.  Mi padre era el pastor, siempre ocupado, de una pequeña iglesia y además tenía otro trabajo de tiempo completo.  Me desarrollé dentro de las estrictas disciplinas cristianas y la vida de nuestra familia giraba al rededor de la iglesia.  Casi no había tiempo para hacer cualquier otra cosa.  No pasaba mucho tiempo con mi papá ni con otros niños de mi edad haciendo "cosas de hombres".

Como no había otros niños en nuestro vecindario, yo jugaba con mi hermana que era un año menor que yo.  Incluso en la escuela yo me sentía más a gusto jugando con las niñas.  No me interesaban los deportes; prefería la música, el arte y la lectura.  En segundo año, mi maestra escribió en el reporte oficial: "Tony necesita pasar más tiempo con los niños". Eso era cierto.

Desde la infancia, yo era el chico tímido y tranquilo que trataba de ocultar sus sentimientos verdaderos.  Pensaba que tenía una infinidad de razones para avergonzarme.  Cuando tenía al rededor de seis años, un hombre maduro, al que yo admiraba, me molestó.  Este encuentro sexual me llevó a creer que todos los hombres me veían de la misma forma que él, como un objeto  del que se puede sacar provecho.

Aunque nunca volví a ser molestado otra vez, siempre me mantuve esperando que eso pasara. A mi mente joven le parecía que esto no había vuelto a ocurrir porque yo no era lo suficientemente bueno;  esto es, que yo no estaba a la altura.  Los sentimientos de insuficiencia empezaron a arraigarse dentro de mi vida.

Por el principio de mi adolescencia descubrí que me atraían igualmente los niños y las niñas.  Emocionalmente aún disfrutaba  la compañía de las niñas y, algunas veces, jugaba con lo de novio / novia sólo para mantener una amistad.  Pero la pubertad parecía llegar lentamente y tarde para mí.  Eso reforzaba mis inseguridades al ver los cambios físicos en otros niños de la escuela.  No me daba cuenta, pero mi deseo de llegar a ser un hombre se estaba convirtiendo en lujuria.  Esa codicia por la masculinidad me llevó a experimentar deseos homosexuales.  Empecé a creer que yo era gay.

Esos sentimientos permanecieron reprimidos durante la secundaria, la preparatoria y la universidad, aunque siempre estaban latentes un poquito abajo de la superficie.  Nunca actué de ninguna forma de acuerdo con ellos durante aquellos años.  El vivir en un dormitorio con otros hombres que me respetaban hizo maravillas en mi auto-estima.  Mi mejor amigo me presentó a una chica y empezamos a salir juntos.  Por primera vez tuve una relación íntima con alguien que afirmó mi masculinidad y que me amaba.

Yo estaba seguro de que, ya que nunca había actuado de acuerdo con ninguna tendencia homosexual, el amor de ella sería mi sanidad.  Después de nuestro segundo año de universidad nos casamos con mi desorden secreto intacto.  Estabamos muy enamorados, pero nuestro amor no trajo sanidad.  Nunca había llegado a ser un hombre.  En mi mente, era todavía un niño pequeño, de modo que mi esposa llegó a ser mi nodriza, casi como una segunda madre.  Esta relación disfuncional funcionó sólo porque dedicamos nuestro hogar al señorío de Jesucristo y debido al amor incondicional de mi esposa por mí.  Tuvimos cuatro hijos y, aunque mi lucha causaba tensión en nuestro hogar,  manteníamos la apariencia de la familia perfecta.  Llegué a ser un ministro y un disciplinador estricto, tal como lo había sido mi padre.

Después de varios años en nuestro matrimonio, un amigo trajo a nuestra casa un vídeo para adultos (X-rated), y lo miré con él.  Al principio me causó repulsión, pero encontré que a través de la pornografía podía satisfacer mis fantasías sin tener que actuar realmente de acuerdo con ellas.  Así que una película me llevaba a otra.  Las películas me conducían a las revistas.  Y luego las revistas me llevaban al Internet. Así continué hundiéndome más y más profundo dentro de la pornografía hasta que eventualmente descubrí que era adicto y que era incapaz de romper ese ciclo.

Eventualmente, cuando me encontré solo con un amigo gay, la fantasía no bastó. Yo cedí a sus aproximaciones sexuales y a mi propia lujuria. Después de nuestro encuentro, supe que algo tenía que cambiar.  No había satisfacción o felicidad para mí en este tipo de relación.  Lo que yo había estado buscando desde que tenía seis años de edad, no se encontraba en el sexo con otro hombre.  Quería ayuda, pero tenía temor de que si se lo confesaba a alguien más, nuestro matrimonio y mi vida se acabarían.

Como resultado de mi desesperación, finalmente contacté al ministerio de Exodus en mi ciudad.  Nos veíamos regularmente con su director y él me ayudó a entender lo que yo realmente necesitaba. Tenía una gran disposición para escucharme y me mostró cómo permitirle a Dios que trajera sanidad a mi vida.  Empecé a asistir al grupo de apoyo para hombres y encontré aceptación y aliento de los otros hombres que habían pasado por circunstancias similares en su vida.  No fue fácil, pero eventualmente fui capaz de confesarles a mi esposa y mis hijos todas mis luchas y mis fallas.  Ellos verdaderamente han demostrado la gracia de Dios hacia mí a través de su amor, aceptación y afirmación continuos.

Me tomó cuarenta años hacerme hombre, pero ahora mi familia está más cercana que nunca.  Estoy feliz y satisfecho como esposo, padre, y como un hombre heterosexual.  No me avergüenzo de compartir mi historia con cualquiera que quiera escucharla.  Se requirió del poder de Dios para quebrantar la vergüenza en mi vida y se requiere el poder de Dios para romper la esclavitud causada por la vergüenza.

Cuando recientemente leí Isaías 54:4, me pareció como que las palabras saltaban de la página directamente hacia mí: "... te olvidarás de la vergüenza de tu juventud".  Me di cuenta que eso era cierto.  Realmente puedes olvidarte de la vergüenza.  Yo no he olvidado los eventos, pero no los recuerdo con vergüenza.  Romanos 8:1 dice: "... ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús".

Me tomó un par de años tratar con los eventos de mi niñez para finalmente encontrar libertad del desorden emocional que se había ido construyendo a lo largo de mi vida.  No me había dado cuenta del alcance total de esa libertad hasta que leí el versículo de Isaías.  ¡Dios había eliminado la vergüenza!  Ahora, cuando las tentaciones llegan, o cuando reaparece en mí una tendencia a regresar a mis viejos pensamientos o caminos, ya no tengo vergüenza de pedir ayuda.  Tengo una familia y amigos que me escucharán.  ¡Finalmente la vergüenza ya no tiene poder sobre mí!

Ahora encuentro una gran satisfacción en ayudar a otros hombres que están enfrentando situaciones similares.  Estoy en la posibilidad de ver vidas cambiadas.  Ya sea que, como yo, un hombre haya luchado en silencio por años, o que abiertamente haya abrazado el estilo de vida gay, yo sé que la libertad de la vergüenza existe.  El hecho de que yo esté en la posibilidad de ministrar a otros es una evidencia de la gracia de Dios que está trabajando en mi propia vida.